texto publicado en el número 2 de la revista Contra (el) Poder en invierno del 98
indice de textos
CORNELIUS CASTORIADIS
PENSADOR DE LA AUTONOMÍA

    El pensador griego, recientemente desaparecido, Cornelius Castoriadis, es conocido fundamentalmente en España por su activa participación, junto a C. Lefort, D. Mothé o J.F. Lyotard, en el grupo y la revista francesa Socialismo o Barbarie, donde se inició no sólo la crítica radical de izquierdas a la burocracia rusa, sino también la necesaria reconsideración del pensamiento ligado al proyecto de autonomía. Presentamos aquí un texto del propio Castoriadis, extraído de su libro Los Dominios del Hombre (Gedisa, 1988), sobre la cuestión de la autonomía social e individual, antecedido por una breve introducción que pretende poner de manifiesto la importancia que tienen algunas de las características de la reflexión de Castoriadis, como la audacia y la coherencia, para la urgente reinvención del proyecto de autonomía en un mundo preso en la falsa alternativa entre el pensamiento heredado y el pensamiento flácido.

    En su lúcido análisis de la parálisis de Diciembre de 1995 en Francia (1), el grupo de la Encyclopédie de Nuisances, herederos de lo mejor de la teoría situacionista, comentaba que los huelguistas, únicamente armados de buenas intenciones, tropezaron pronto con una enorme dificultad:
«reinventar, gracias al combate, las facultades sin las cuales ni siquiera hay combate. Esas facultades, en las que (los huelguistas) habían de apoyarse si querían ir más lejos - gusto por la libertad, sentido del tiempo y de la memoria, coraje de la posición minoritaria- han sido tan perfectamente suplantadas por sus correspondientes sucedáneos - aventura paródica, búsqueda frenética del instante y de su consumo emocional, fetichismo de la "diferencia"- que nadie las ha echado en falta». En Diciembre de 1997, la muerte nos privó de uno de los pensadores fundamentales del proyecto de autonomía, cuya aportación está todavía por descubrir y conquistar. El trabajo teórico de Cornelius Castoriadis se inscribe en la lucha de los hombres y las mujeres por el control sobre el empleo de sus vidas, tratando de reinventar también en el pensamiento esas facultades que, según la Encyclopédie de Nuisances, son las condiciones mismas de posibilidad de un combate real. Sin duda, la incapacidad de la teoría crítica anea para pensar de otro modo, e incluso otra cosa, que el pensamiento heredado, es lo que a su vez nos incapacita para romper la alternativa falaz entre los aparatos jerárquico-burocráticos de partidos y sindicatos y las nuevas tendencias a la desorientación y la anomia. La impotencia teórica desemboca en los pensamientos puramente negativos (deconstrucción, genealogía, dialéctica negativa, etc.) o en los maestros posmodernos en descomposición («todo vale», «todo son diferencias», o pulsiones, o simulacros, o flujos, o relaciones de poder, etc.) que Castoriadis juzgó muy severamente (2). En la práctica, la incapacidad para romper el cerco del pensamiento heredado sin caer en la celebración de la extravagancia y la tontería, se traduce sin duda en la señalada sustitución de las facultades sin las cuales no hay combate posible por el simulacro de aventura, el apergaminamiento en la diferencia y la histeria del instante.

    No resulta muy complicado demostrar la relación entre el pensamiento heredado, basado en la categoría de la determinación y en la lógica conjuntista-identitaria, y las formas tradicionales de organización burocrática. En efecto, la sumisión a lo especulativo, a la teoría entendida como contemplación desinteresada de lo que es, transforma la praxis en simple técnica, esto es, en la aplicación efectiva de verdades adquiridas por la teoría. (Por cierto, la renuncia al pensamiento, característica principal de tantísimos grupúsculos «radicales», gira también en el circulo del pensamiento heredado pues supone que se posee ya la teoría verdadera cuya practica sólo es necesario ponerla en marcha de una vez). El combate teórico por romper este círculo del pensamiento heredado ha estado casi siempre muy mal planteado. La pobreza de los resultados lo confirma. Por ejemplo, el pensamiento heredado ha afirmado siempre que el tiempo y la historia son una sucesión determinada de lo determinado. Las vanguardias que descifraban el curso esencialmente homogéneo de la historia y transmitían luego sus órdenes, disimuladas como «saber riguroso» o «predicciones científicas», a unas masas mudas, son una de las múltiples encarnaciones de ese determinado modo de pensar. Quienes son contrarios a esas concepciones del tiempo y la historia, a esas decisiones sobre su modo de ser, han creído últimamente que lo acertado era decir justamente lo contrario. Pero lo contrario de un error no es necesariamente la verdad. Así, se escribe contra la historia y el tiempo, se habla estúpidamente del «acontecimiento» como aquello que es irreductible a la historia, o se decreta el esencial desorden inexplicable de la realidad y su devenir, imitando así el gesto autoritario de las reflexiones que sólo pretenden zanjar la cuestión. Y, además, de esta incapacidad para pensar de otro modo se deduce inmediatamente la fatalidad eterna de que no es posible hacerlo. No se trata de romper el cerco del pensamiento heredado por placer, o a causa de sus inequívocas complicidades con distintos poderes terribles, la razón principal estriba más bien en que el pensamiento heredado oculta y desatiende el verdadero modo de ser de la sociedad y la historia: la urdimbre de significaciones imaginarias sociales y el surgimiento ininterrumpido de novedades no triviales, reduciendo lo histórico-social a naturaleza (el fisicalismo: funcionalismo, organicismo, etc.) o a un sistema de determinaciones racionales (el logicismo: el estructuralismo, por ejemplo). Además, la decisión ontológica en la que se apoya el pensamiento heredado: lo fundamental es lo determinado, oculta, bajo la idea de que la teoría es la contemplación pura de esas determinaciones, que pensar significa sobre todo crear figuras que iluminen una realidad en permanente transformación, y que, por tanto, pensar es hacer. El trabajo de Castoriadis es, a mi juicio, un apoyo muy sólido para orientarse en la historia y el pensamiento que nos evita también la caída en el reverso tenebroso del pensamiento heredado. Una orientación, no una guía!. En cierto modo, saber vivir significa precisamente saber orientarse. La pérdida del gusto, de la memoria y de los criterios independientes autentificadores de valor, el neoanalfabetismo y el empobrecimiento de la capacidad de razonar, la desaparición de cualquier forma de relación con la tradición, coincide con el dominio absoluto de la compraventa y el juicio de los «expertos» como únicos certificados de valor. Así, se hace posible engañar en todos los ámbitos (filosofía, arte, urbanismo, política) al pobre espectador diciéndole cualquier cosa de cualquier manera.

    No resulta complicado tampoco relacionar el proceso de descomposición de las sociedades occidentales, es decir, la desintegración de los valores y las significaciones que la mantienen unida, con el éxito del llamado posmodernismo, celebración de esa descomposición confundida con la libertad al fin hallada. Ese proceso de descomposición, que rodea y acompaña al triunfo casi absoluto de la significación capitalista de la expansión ilimitada del (seudo)dominio (seudo)racional, introduce en las sociedades occidentales pequeñas dosis de indeterminación local (crisis de los roles, los valores, las formas y las significaciones tradicionales) que la posmodernidad saluda casi siempre como victorias arrancadas al enemigo, en lugar de ver en ese proceso la liquidación de elementos premodernos que sólo obstaculizaban la transformación total del mundo en mercancía. Nada indica que la desintegración de los modos tradicionales de existencia vaya a dar en la creación autónoma y colectiva de significaciones nuevas, sino que más bien da la impresión de que prolifera la desorientación, la banalidad y el eclecticismo. A cada organización social de la vida le corresponde necesariamente un tipo humano, dice siempre Castoriadis. A una organización social cuyos productos y recompensas son el beneficio abstracto, el poder de manipulación burocrático, el consumo pasivo de entretenimientos o de «información» y el espectáculo y la notoriedad espectacular, no le corresponde desde luego el individuo democrático, capaz de crítica, reflexión y deliberación, sino el zappingantropo moderno sin proyecto ni memoria. En verdad, el pensamiento crítico dominante durante los años 70 y 80 ha ejercido un sutil sabotaje sobre la teoría ligada al proyecto de autonomía. Los fetichismos de la «diferencia» o del instante, por ejemplo, responden en cierto modo a la reprobación y el desinterés mantenidos por gente como Foucault, Lyotard, Deleuze o Guattari hacia la política y la historia, concebidas ambas simplemente como «violencia de lo universal» (un síntoma más de la impotencia ante el poder del pensamiento heredado), y a la insistencia en los discursos abracadabrantes sobre las diferencias, las discontinuidades, las pulsiones, etc. En principio cabe sospechar razonablemente que el movimiento nómada, huérfano, impersonal, amnésico y transexual más importante y poderoso hoy en día es el capitalismo. Y, como debería saberse, no es posible alcanzar lo Otro mediante la repetición de lo Mismo. La urgente y necesaria reinvención del proyecto de autonomía (y la recuperación/reinvención de su memoria) no puede en ningún caso apoyarse en el rechazo y la negativa a pensar (y hacer) la política, la historia, la verdad o la responsabilidad (entendida por alguno de los mutantes-deseantes que rizan el rizoma ¡cómo un concepto policiaco!). La importancia del trabajo de Castoriadis puede comprenderse desde aquí.
 

LA CUESTION DE LA AUTONOMÍA SOCIAL E INDIVIDUAL

    La autonomía no es un cerco sino que es una apertura, apertura ontológica y posibilidad de sobrepasar el cerco de información, de conocimiento y de organización que caracteriza a los seres autoconstituyentes como heterónomos. Apertura ontológica, puesto que sobrepasar ese cerco significa alterar el «sistema» de conocimiento y de organización ya existente, significa pues constituir su propio mundo según otras leyes y, por lo tanto, significa crear un nuevo eidos (forma) ontológico, otro sí-mismo diferente en otro mundo.

    Que yo sepa, esta posibilidad solo aparece con el ser humano y aparece como posibilidad de poner en tela de juicio (no de manera aleatoria o ciega sino sabiendo que lo hace) sus propias leyes, sus propia institución cuando se trata de la sociedad.

    Al principio, el dominio humano se manifiesta como un dominio de fuerte heterenomia. Las sociedades arcaicas así como las sociedades tradicionales son sociedades con un cerco muy fuerte de información, de conocimiento y de organización. En realidad, ése es el estado de casi todas las sociedades que conocemos casi en todas partes y casi en todos los tiempos. Y, no solamente nada prepara en ese tipo de sociedades el cuestionamiento de las instituciones y de las significaciones establecidas (que representan en ese caso los principios y los portadores del cerco), sino que en dichas sociedades todo está constituido para hacer imposible e inconcebible ese cuestionamiento (en verdad se trata de una tautología).

    Por eso se puede concebir como una ruptura, como una creación ontológica, la aparición de sociedades que ponen en tela de juicio sus propias instituciones y significaciones -su «organización» en el sentido profundo del término-, en las que ideas como «nuestros dioses son quizá falsos dioses», «nuestras leyes son quizá injustas» no sólo dejan de ser inconcebibles e impronunciables sino que se convierten en fermento activo de una autoalteración de la sociedad. Y esa creación se hace, como siempre, con un carácter «circular» pues sus elementos se presuponen los unos a los otros y sólo tienen sentido los unos por los otros. Sociedades que se cuestionan a sí mismas quiere decir concretamente individuos capaces de poner en tela de juicio las leyes existentes, y la aparición de individuos tales sólo es posible si se produce al mismo tiempo un cambio en el nivel de la institución global de la sociedad. Esa ruptura sólo se produjo dos veces en la historia de la humanidad: en la antigua Grecia y luego de manera semejante, pero también profundamente diferente, en la Europa Occidental. (¿Habré de extendernos sobre la relación que hay entre mi idea de magma (3) y la ruptura ontológica que representa la creación humana de la autonomía? Si la lógica conjuntista-identitaria, el orden total y racional, agotara totalmente lo que es, nunca podría hablarse de «ruptura» de alguna clase, ni tampoco podría hablarse de autonomía. Todo se deduciría y produciría partiendo de lo «ya dado» y hasta nuestra contemplación de los efectos de causas eternas (o de leyes dadas de una vez por todas) sería el simple efecto inevitable derivado de la inexplicable ilusión de que podemos tender hacia lo verdadero y tratar de evitar lo falso. Un sujeto inmerso por entero en un universo conjuntista-identitario, lejos de poder modificar algo en ese universo, no podría siquiera saber que está cogido en ese universo. En efecto, sólo podría conocer según el modo conjuntistaidentitario, es decir, tratar eternamente y en vano de demostrar como teoremas los axiomas de su universo, pues, por supuesto, desde el punto de vista conjuntista-identitario, ninguna metaconsideración tiene sentido. Digamos al pasar que ésta es la absurda situación en que se colocan los deterministas de todo tipo que se sienten en la obligación rigurosa de presentar como necesarias, partiendo de la nada, las «condiciones iniciales» del universo (número de dimensiones, valor numérico de las constantes universales, cantidad total de materia/energía, etc.)

    Al mismo tiempo, existe una necesidad funcional e instrumental de la sociedad (de toda sociedad) que hace que el ser históricosocial sólo pueda existir estableciendo, instituyendo, una dimensión conjuntista-identitaria. Asimismo todo pensamiento tiene la necesidad de apoyarse constantemente en lo conjuntista-identitario. Estos dos hechos conspiran en última instancia y en nuestra tradición histórica -esencialmente desde Platón- para producir diversas «filosofías políticas» y una instancia imaginaria política difusa (que las «ideologías» expresan y racionalizan), filosofías colocadas bajo el signo de la «racionalidad» (o de su pura y simple negación que es empero un fenómeno marginal). Favorecida también por el retroceso de la religión y por mil otros factores, esta seudorracionalidad funciona en definitiva como la única significación imaginaria explícita que hoy puede cimentar la institución, legitimarla, mantener unida la sociedad. Tal vez no sea Dios quien quiso el orden social existente, pero esa es la razón de las cosas y uno no puede hacer nada contra ella.

    En esta medida, romper el sello de la lógica conjuntistaidentitaria en sus diversos disfraces constituye actualmente una tarea política que se inscribe en el trabajo tendiente a realizar una sociedad autónoma. Lo que es, tal como es, nos permite obrar y crear; lo que es no nos dicta nada. Nosotros hacemos nuestras leyes y por eso somos también responsables de ellas.

    Nosotros somos los herederos de esa ruptura que continuó viviendo y obrando en el movimiento democrático y revolucionario que animó al mundo europeo desde hace siglos. Y los avatares históricos conocidos de ese movimiento nos permiten hoy -incluso y sobre todo con sus fracasos- dar una nueva formulación de sus objetivos: instaurar una sociedad autónoma.

    Séame permitida aquí una disgresión sobre mi historia personal. En mi trabajo, la idea de autonomía apareció muy temprano, en realidad desde el comienzo de mi actividad, y no como idea filosófica o epistemológica, sino como idea esencialmente política. Mi preocupación constante es su origen, la cuestión revolucionaria y la cuestión de la auto-transformación de la sociedad. En Grecia y en diciembre de 1944, mis ideas políticas eran en el fondo las mismas que hoy. El partido comunista, el partido staliniano, intenta adueñarse del poder. Las masas están con ese partido y esto significa que no se trata de un Putsch, sino que es una revolución. Sin embargo, no es una revolución. Esas masas son ciegamente arrastradas por el partido staliniano, allí no hay creación de organismos autónomos de las masas, de organismos que no reciben sus directivas desde el exterior, que no estén sometidos al dominio y al control de una instancia aparte, separada, partido o estado. Un período revolucionario comienza sólo cuando la población crea sus propios órganos autónomos, cuando entra en actividad para darse ella misma sus normas y sus formas de organización. ¿Y de dónde proviene el partido staliniano? En cierto sentido, «de Rusia». Pero en Rusia había habido precisamente una verdadera revolución en 1917 y habían existido dichos órganos autónomos (soviets, comités de fábrica). Un periodo revolucionario termina cuando los órganos autónomos de la población dejan de vivir y obrar, ya porque hayan sido lisa y llanamente eliminados, ya porque hayan sido domesticados, avasallados, utilizados por un nuevo poder separado como instrumentos o como elementos decorativos. En Rusia, los soviets y los comités de fábrica creados por la población en 1917 fueron gradualmente domesticados por el partido bolchevique y por último privados de todo poder durante el periodo 1917-1921. El aplastamiento de la comuna de Kronstadt en marzo de 1921 ponía punto final a este proceso ya irreversible en el sentido de que, después de esa fecha, habría sido necesaria nada menos que una revolución plena para desalojar del poder al partido bolchevique. Esto definía al mismo tiempo la cuestión de la naturaleza del régimen ruso, por lo menos negativamente: una cosa era segura, ese régimen no era socialista ni preparaba el advenimiento del «socialismo».

    De manera que si una nueva sociedad debe surgir de la revolución, sólo podrá constituirse apoyándose en el poder de los organismos autónomos de la población, poder extendido a todas las esferas de la actividad colectiva, no sólo a la «política» en el sentido estrecho del término, sino también a la producción y a la economía, a la vida cotidiana, etc. Se trata pues de autogobierno y autogestión (en aquella época yo las llamaba gestión obrera y gestión colectiva) que se basan en la autoorganización de las colectividades es cuestión. Pero, ¿autogestión y autogobierno de qué? ¿se trataría de que los presos autoadministrarán las cárceles o los obreros las cadenas de armado? ¿tendría la autoorganización como objeto la decoración de las fábricas? La autoorganización y la autogestión sólo tiene sentido si atacan las condiciones instituidas de la heterenomia. Marx veía en la técnica algo positivo y otros ven en ella un medio neutro que puede ser puesto al servicio de cualquier fin. Sabemos que esto no es así, que la técnica contemporánea es parte integrante de la institución heterónoma de la sociedad, así como lo es el sistema educativo, etc. De suerte que si la autogestión y el autogobierno no han de convertirse en mistificaciones o en simples máscaras de otra cosa, todas las condiciones de la vida social deben poenerse en tela de juicio. No se trata de hacer tabla rasa y menos de hacer tabla rasa de la noche a la mañana; se trata de comprender la solidaridad de todos los elementos de la vida social y de sacar la conclusión pertinente: en principio no hay nada que pueda excluirse de la actividad instituyente de una sociedad autónoma.

    Así que llegamos a la idea de que lo que define a una sociedad autónoma es su actividad de autoinstitución explícita y lúcida, el hecho de que ella misma se da su ley sabiendo que lo hace. Esto nada tiene la ficción de una «transparencia» de la sociedad. En menor medida aún que un individuo, la sociedad nunca puede ser transparente para sí misma. Pero puede ser libre y reflexiva... y esa libertad y esa reflexión pueden ser ellas mismas objetos y objetivos de su actividad instituyente.    Partiendo de esta idea, se me hacia inevitable volver a considerar la concepción de conjunto de la historia. En efecto, esta actividad instituyente que quisiéramos liberar en nuestra sociedad, siempre fue autoinstitución; las leyes no fueron dadas por dioses, por Dios o impuestas por «las fuerzas productivas» (esas fuerzas productivas no son ellas mismas más que uno de los aspectos de la institución de la sociedad), sino que las leyes fueron creadas por los asirios, los judíos, los griegos, etc. Pero esa autoinstitución siempre estuvo oculta, encubierta por la representación (ella misma fuertemente instituida) de una fuente extrasocial de la institución (los dioses, los antepasados o la «razón»; la "naturaleza", etc.). Y esa representación apuntaba y continúa apuntando a anular la posibilidad de cuestionar la institución existente. En ese sentido, dichas sociedades son heterónomas, pues se someten a su propia creación, a su ley. También en este sentido, la aparición de sociedades que ponen en tela de juicio su propia «organización» (en el sentido más amplio y profundo del término) representa una creación ontológica: la aparición de una «forma» que se altera explícitamente a sí misma como forma. Esto significa que, en el caso de tales sociedades, el «cerco» representativo y cognitivo queda en parte y de alguna medida roto. (...)

    La autonomía como objetivo, sí, ¿pero es esto suficiente? La autonomía es un objetivo que queremos por él mismo, pero también por otra cosa. Sin esta condición volveremos a caer en el formalismo kantiano y sus encrucijadas. Queremos la autonomía de la sociedad -como individuos- por la autonomía misma y también para poder hacer cosas. ¿Hacer qué? Esta tal vez sea la interrogación más profunda que suscita la situación contemporánea: ese qué se refiere a los contenidos, a los valores sustantivos que son los que están en crisis en la sociedad en que vivimos. No se ve - o se ve muy poco- que surjan nuevos contenidos de vida, nuevas orientaciones simultáneamente con las tendencias - que efectivamente se manifiestan en muchos sectores de la sociedad- hacia una autonomía, hacia una liberación respecto de las reglas simplemente heredadas. Sin embargo, es lícito pensar que sin el surgimiento de nuevos contenidos esas tendencias no podrán ni amplificarse ni profundizarse ni universalizarse.

    Vayamos un poco más lejos. ¿Cuáles son las «funciones» de la institución? La institución social es, en primer lugar, fin en si misma, lo cual quiere decir que una de sus funciones esenciales es la autoconservación. La institución contiene dispositivos incorporados a ella que tienden a reproducirla a través del tiempo y de las generaciones, y en general hasta imponen esa reproducción con una eficacia tal que, pensándolo bien, parece milagrosa. Pero la institución sólo puede hacerlo si cumple otra de sus «funciones», a saber, la socialización de la psique, la fabricación de individuos sociales apropiados y adecuados. En el proceso de socialización de la psique, la institución de la sociedad puede hacerlo casi todo; pero hay también un mínimo de cosas que no puede dejar de hacer, cosas que le son impuestas por la naturaleza de la psique. Es claro que la institución debe suministrar a la psique "objetos" de derivación de las pulsiones o de los deseos, que debe suministrarle polos de identificación; pero sobre todo debe darle sentido. Esto implica en particular, que la institución de la sociedad siempre tendió a encubrir (y más o menos lo logró) el caos, lo sin fondo, el abismo, el abismo del mundo, el abismo de la sociedad, el abismo de la propia psique. Ese dar sentido (que fue al mismo tiempo encubrimiento del abismo) fue el papel que desempeñaron las significaciones sociales nucleares: las significaciones religiosas. La religión es a la vez presentación y ocultación del abismo. Lo sagrado es el simulacro instituido de lo sin fondo (por ejemplo de la muerte). Esta ocultación es a la vez ocultación de la autoinstitución de la sociedad. Una sociedad autónoma se hace posible únicamente partiendo de la convicción profunda e imposible de la mortalidad de cada uno de nosotros y de todo cuanto hacemos, sólo así se puede vivir como seres autónomos.

notas:
            1 - Observaciones sobre la parálisis de Diciembre, Encyclopedie de Nuisances, Ediciones Virus, Barcelona, 1996
            2- «La oposición entre Hegel y Gorgias, es decir, entre el saber absoluto y el no saber, es secundaria. Ambas comparten la misma concepción del ser. En efecto, el primero, porque lo postula como autodeterminación infinita; el segundo, por su parte, porque el nervio de su argumentación -lo mismo que el de todos los argumentos escépticos o nihilistas que se han enunciado en la histona-, cuando quiere demostrar que nada es y que si algo fuera, no sería cognoscible, se remite a la afirmación de que nada es verdaderamente determinable, de que la exigencia de la determinación debe quedar para siempre vacía e insatisfecha pues toda determinación es contradictoria (por ende, es indeterminación), todo lo cual sólo tiene sentido sobre la base del siguiente criterio tácito: "si algo fuera, seria determinado". Se puede sustituir aquí a Hegel por Gustavo Bueno o Fdez. Liria y a Gorgias por su reflejo zamorano, A. García calvo, sin temor a trastocar el sentido de este texto de Castoriadis. La oposición entre optimismo y pesimismo es igualmente secundaria. Ambos comparten la misma concepción del mundo. En efecto, el primero, porque lo supone bien hecho; el segundo piensa, por el contrario, que está mal hecho. Todo lo cual sólo tiene sentido sobre la base del siguiente criterio tácito: el mundo está ya hecho.
            3 - Un magma es aquello de lo que pueden extraerse (o aquello en lo que se pueden construir) organizaciones conjuntistas en número indefinido, pero que no puede ser nunca reconstruido (idealmente) por composición conjuntista (finita o infinitas) de esas organizaciones.
 

inicio de texto